Ni los medios, ni los activismos, ni el calor de las consignas protegieron a ese niño. Solo alimentaron una escena que no debió existir. No por falta de causas, sino por exceso de ego y ausencia de pensamiento. Porque nadie pensó en irse.
Hay escenas que duelen porque no deberían haber pasado. Y hay otras que duelen más aún porque pudieron no haber pasado.
La entrega del hijo de Juana Rivas no fue un momento judicial, ni una transición familiar. Fue un espectáculo. Un culebrón montado en directo. Y, como todo buen drama de sobremesa, tuvo gritos, cámaras, llanto y personajes que creyeron estar del lado correcto de la historia.
Pero no. Nadie allí lo estaba.
La madre no iba sola. Caminaba de espaldas, fundida en un abrazo con otra mujer. Eso, aunque no se diga, comunica. Una escena escenificada, forzada o no, pero cargada de dramatismo. Detrás, la asesora de Juana, incitaba al niño de 11 años a gritar que no quería irse, que lo iban a matar. Eso también comunica. Y grita. Y traumatiza.
¿Dónde estaba el silencio? ¿La contención? ¿La protección al menor?
Dicen que los medios solo cubren lo que es noticia. Pero cuando ese mismo medio que ayer puso el micro delante de un niño llorando, hoy abre su portada diciendo que la entrega se retrasa para protegerlo de la presión… ¿no siente vergüenza? Porque más del 50% de la masa que rodeaba al niño estaba formada por periodistas, cámaras, micrófonos. ¿Qué hacían ahí?
Sí, hay un derecho a la información. Y sí, es un caso judicial. Pero también hay un interés superior del menor. Y ese interés no se mide en minutos de televisión ni en clics.
Durante años, este niño ha sido un rehén emocional. Ocho años de exposición. Ocho años viendo cómo ambos lados de una guerra hablaban de él sin hablarle. Usándolo como bandera, como prueba, como escudo.
Y el resultado es este: un menor atrapado entre activismos, titulares, hashtags, sentencias cruzadas y abrazos que no siempre buscan consolar.
¿Quién carajo está pensando en él?
Porque este niño será un hombre que arrastre un trauma. Y un trauma no se borra. Se instala. Condiciona. A veces se aprende a convivir con él, pero nunca se olvida.
En esta historia, todos han fallado. Los sistemas judiciales de dos países. Las instituciones internacionales que no han sabido (ni querido) coordinarse. Los entornos familiares que convirtieron el conflicto en una cruzada personal. Y los entornos militantes que confundieron solidaridad con espectáculo.
Y es que, cuando la escena sucede, ya es tarde para pedir calma.
Nadie —ni madre, ni medio, ni militante, ni vecina— tenía más derecho que ese niño a estar en paz. Todo lo demás sobraba.
Lo que más me revuelve no es solo lo que pasó. Es que nadie pensó en irse. Nadie dijo: “Esto no está bien. Me voy.” Nadie renunció a estar en primera fila del trauma.
Estar no es proteger. Presenciar no es acompañar. A veces, el acto más valiente es dar un paso atrás. No salir en la foto. No aportar ruido. No ser parte del daño.
