Vivimos rodeados de miradas que se desvían. Miradas que evitamos cuando algo no nos afecta directamente y miradas que sufrimos cuando somos nosotros los que necesitamos ayuda. ¿Qué nos dice esto sobre nuestra forma de convivir?
Hace unos días, una situación aparentemente cotidiana me hizo reflexionar sobre el flujo del individualismo en nuestra sociedad, como si fuéramos microorganismos arrastrados por un río que sigue su cauce sin cuestionarlo. Me encontraba en la puerta de un gastrobar especializado en jamones y vinos, cuyo vecino inmediato no era otro que un club de alterne. La escena que presencié cambió mi percepción del momento.
Desde el exterior, observé cómo una camarera salía del local con una bandeja en la mano. Contenía un café y un Cola Cao, aparentemente inofensivos. Pero lo que hizo a continuación me descolocó. Tocó el portero del local de al lado y, al notar mi mirada, me dijo con un gesto claro y una voz desafiante: «30 euros». Entró rápidamente en el club con su bandeja. Ahí me quedé yo, parada, consumiendo un cigarro casi apagado y consumiendo también pensamientos encontrados.
Mi mente viajó rápidamente hacia una pregunta que no supe resolver: ¿Qué haría yo si, como empleada de ese restaurante, me pidieran llevar un pedido al interior de un prostíbulo? Mi trabajo, mis valores, mis principios… ¿cuál priorizaría? La contradicción pesaba más que mi cigarro en ese momento. Pero mi análisis fue interrumpido cuando la camarera regresó, mirándome fijamente con algo que podría describir como un desafío silencioso. Sin que yo dijera nada, se acercó y dijo:
—A mí, mientras no se metan conmigo, me da igual lo que haga la gente.
Su respuesta fue como un jarro de agua fría. Detuvo mi reflexión personal y abrió otra: ¿Realmente vivimos en una sociedad donde «lo común» ha perdido su peso frente a la supervivencia individual?
El peso de lo común
En ese momento, me pregunté cómo había cambiado «lo común» a lo largo de los siglos. Antes, «lo común» era el pegamento que unía comunidades, que definía cómo vivíamos y ómo nos protegíamos mutuamente. Era una referencia constante, una guía para el comportamiento. Pero ¿qué es hoy?
Vivimos en una sociedad donde lo individual parece primar sobre el bien colectivo. Nos importa lo que otros hagan solo si nos afecta directamente. Pero, ¿cuándo y cómo llegamos a este punto? La camarera de esa noche resumía la filosofía de millones: «Mientras no se metan conmigo…».
Individualismo y supervivencia
Esa respuesta también refleja una realidad incómoda: la supervivencia. En un mundo tan competitivo y frenético, pareciera que nos hemos adaptado a ignorar lo que sucede a nuestro alrededor siempre que no toque nuestro espacio personal. Este flujo individualista nos convierte en observadores silenciosos de injusticias, maltratos o corrupciones. Es como si el río del individualismo nos arrastrara, dejando a un lado nuestras raíces como comunidad.
Pero ¿no nos empobrece también esta actitud? Cada vez que ignoramos una situación porque no nos afecta directamente, algo se pierde: la empatía, la solidaridad, la fuerza colectiva.
¿Y qué hay de nuestra imagen?
Una pregunta más rondaba mi cabeza: ¿Tiene esto que ver con cómo queremos que nos perciban los demás? En el pasado, la preocupación por «el qué dirán» mantenía a raya ciertos comportamientos. ¿Cuánto de comunidad se pierde cuando no nos importa lo que los demás piensen de nosotros? Al desaparecer esa presión social, también desaparece, en parte, el compromiso con «lo común».
Por otro lado, ¿no puede este individualismo ser también una forma de libertad? Cuando nos desprendemos de la necesidad de agradar, ganamos autenticidad. Pero, como todo, esto tiene un precio. Sin equilibrio, esa libertad puede convertirse en indiferencia.
Buscar el equilibrio
Entonces, ¿cuál es el camino? ¿Cómo encontramos el punto justo entre preocuparnos por lo común y vivir nuestra vida sin sentirnos atrapados por lo que opinen los demás?
Tal vez el primer paso sea recuperar la importancia del otro. Reconocer que, aunque nuestra supervivencia sea una prioridad, también somos parte de un cauce más grande: el de una sociedad que solo avanzará si nos importa algo más que nosotros mismos.
Porque sí, el río del individualismo puede parecer inevitable, pero cada microorganismo tiene el poder de influir en el flujo. Quizás no se trate de detener el río, sino de aprender a nadar juntos.
¿Y tú? ¿Qué harías si te encontraras en la puerta de ese gastrobar con un pedido en bandeja y una decisión que tomar? Me encantan las historias que provocan reflexiones, así que espero la tuya en los comentarios. ¡Hablemos de «lo común»!
3 Comments
Isabel
Yo no haría nada porque no prejuzgo lo pudiera pasar detrás de una puerta de esas características porque también ahí hay vida cotidiana .La vida no es tan simple ni tan nítidas las fronteras en los sentimientos Lo individual está contaminado de lo común porque al nacer en un pequeño colectivo te imbricas en lo común Adi que vas marcando límites ,preservas tu yo pero nunca puedes evitar el nosotros .Las emociones fluctúan ,se superponen y el yo es la mezcla de ellas .Algunas personas tienen márcado el Yo pero siempre estás contaminado del nosotros .Creo que hoy en día es más peligroso el consumismo material desenfrenado porque el yo y el nosotros siempre irán juntos , porque están unidos por los sentimientos siempre quieres a alguien y eso desborda el yo Hay un anhelo profundo en todo ser humano de ser querido y ese es el antídoto contra el individualismo puro y duro .
Hel
Al final es un problema de principios. En un mundo en el que «todo vale» los límites del bien y del mal se difuminan, y si además la moda es el individualismo descarnado y que la vida en comunidad sea cada vez más «lo raro», toda esta pérdida de valores nos provoca mayor aislamiento y problemas mentales. Es un «divide y vencerás» alentado por el propio sistema.
Ana
No se trata de negar nuestra individualidad, sino de comprender que nuestra libertad está conectada con la libertad de los demás.